sábado, 17 de marzo de 2012

Comentario del "Diezmo"

El diezmo es un impuesto  del diez por ciento (la décima parte de todas las ganancias) que se debía pagar a un rey, gobernante, o líder eclesiástico.
 Por lo que se refiere a España, la obligatoriedad del diezmo se introdujo a través de Aragón y Cataluña, regiones fronterizas con el Imperio carolingio. El pago del tributo se realizaba en especie y representaba un décimo de los frutos de la agricultura o ganadería obtenidos por el creyente. Existían dos categorías de diezmos: el mayor, que se aplicaba sobre los productos generales, como los cereales, vinos, aceites, vacas, ovejas, etc., y el menor, que comprendía los bienes más específicos: aves de corral, legumbres, hortalizas, miel, etc.
Los ingresos obtenidos eran recogidos por el “colector” y entregados a los párrocos, abades y obispos. Para facilitar este proceso los vecinos podían nombrar a un “dezmero”, que iba retirando los productos de las casas de los contribuyentes.

En ocasiones, la recaudación perdía su sentido originario al ser percibida por los señores feudales, como consecuencia de ser patronos de un monasterio o iglesia o de haber comprado los derechos recaudatorios a la Iglesia. Los diezmos se distribuían por tercios en función de su destino, un tercio se dedicaba a la construcción de iglesias, otro a sufragar los gastos del personal eclesiástico y, el último, a cubrir las necesidades capitulares. A pesar del nombre, el tipo aplicado variaba según los objetos gravados y las regiones, por lo que no siempre alcanzaba el diez por ciento. Tampoco se extendía a la totalidad de los productos agrícolas y ganaderos, lo que originó distorsiones del mercado al ampliarse de manera desmesurada los cultivos o la crianza de animales exentos de gravamen. El castigo más eficaz para evitar el fraude fue la excomunión, que no se levantaba hasta que el contribuyente pagara la totalidad de las cantidades debidas.
 En la Edad Media, los reyes consiguieron una participación en la recaudación de los diezmos de la Iglesia. El Rey Fernando III propuso al papa Inocencio IV la posibilidad de que la Hacienda Real obtuviese el tercio del diezmo que se destinaba a la construcción de las iglesias, con la finalidad de atender los gastos militares del asedio de Sevilla. Conseguida esta primera participación, que alcanzó las dos novenas partes del diezmo, la autorización pontificia fue renovándose, hasta convertirse en 1494 en un recurso permanente del Estado, conocido con el nombre de “tercias reales”.
 Felipe II de España consiguió otra nueva concesión, el "excusado", que consistía en reservar al monarca los rendimientos del diezmo obtenido por el mayor “dezmero” de cada parroquia. En este caso, los motivos de la participación eran los costes que suponían para la corona las guerras contra los infieles y los herejes.
 En 1837 se acordó la supresión de los diezmos en España, pero las necesidades de recursos para la Primera Guerra Carlista, obligaron a diferir la efectividad de la medida hasta la conclusión del conflicto. En 1841 nació la contribución de culto y clero que supuso, que el impuesto siguiese incidiendo aunque fuese con otro nombre.
 En la América dominada por el Imperio Español, debido a los acuerdos del Patronato Regio, el diezmo era cobrado directamente por los funcionarios civiles de la Corona, a condición que ésta se encargara de erigir, dotar y mantener las iglesias y parroquias y otras obras de la Iglesia Católica. Este impuesto, correspondiente al 10 por ciento aproximado de los ingresos anuales, era cobrado a hacendados y propietarios de inmuebles rurales. Al advenir la época de la Independencia, en el siglo XIX, los gobiernos de las nuevas repúblicas suprimieron paulatinamente este impuesto, considerado molesto por los terratenientes criollos.




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